DE HIPNOS Y TÁNATOS



 
No sé cuánto tiempo llevo aquí, en esta oscuridad a medias. Puedo moverme poco, o más bien inclinarme hacia adelante a causa estas cadenas que me sostienen. Al menos no siento frío, y debe ser por esa fogata que escucho detrás de mí. Apenas ahora es que tengo conciencia de ello, de que estoy encerrado en algún lugar. Me está dando sueño, mucho sueño… Empiezo a imaginarme las nubes, algunos árboles robustos y otros flacos alrededor de la zanja, el viento inquietando las hojas, llevándose todo, todo a su paso, hasta mis memorias.
Creo que empiezo a despertar – ¿o seguiré soñando?-, pero otra vez no sé nada del tiempo. Siento que puedo abrir un poco los ojos. Están pesados, los párpados pesan como dos palas pegadas una contra la otra, como esas que se utilizan para trabajar el campo. Alcanzo a distinguir entre mis pestañas algo distinto a esos puntos de colores difusos sobre un fondo negro que siempre veo. Es una pared rugosa, color café profundo, con sombras. Trato de abrirlos más y me duele, me duele ver. Pero tengo que hacerlo; no sé nada, ni donde estoy ni quien me puso aquí. Tengo que empujar las palas con más fuerza, como cuando se clavan entre la tierra para sacar las piedras desde el fondo, mucho más allá de lo que se percibe en la capa primaria que cubre al mundo. Otra vez jalo, abro, empujo. Al fin lo logro. ¡Me arden! ¡Qué he hecho! Nunca debí hacerlo; mejor los cierro otra vez. Los aprieto hasta que lloran, se limpian, se secan. Los relajo con el resto de mi cuerpo para dejar que lleguen las pocas imágenes que tengo del campo… El agua corriendo entre los surcos, el viento deslizándose sobre las hojas del sauce, el sol brillando sobre la superficie de un espejo azul profundo.
Duermo. Luego, el despertar se vierte sobre mí con la rutina de los días, con toda esa carga de desesperanza adjunta. Mi ánimo -como lo que pienso- está lacio, exánime, al momento que recuerdo el intento que tuve de apartar mis pestañas. Creo que tengo que hacerlo. Debe haber algo. Voy a intentarlo una vez más, ahora lentamente, con la paciencia con la que las semillas desperdigadas esperan la primera lluvia del año. Así, muy bien, vas bien. Ya casi. Me siguen ardiendo pero ya es más soportable. Veo borroso, nebuloso, lóbrego. Me empiezan a salir lágrimas, lágrimas de agua cristalina que me dificultan la vista pero que atemperan esa zona frontal que refracta la luz, como la lluvia que impregna vida sobre las semillas secas. Se escurren desde su origen hasta caer en mis piernas, dejando su rastro al recorrer mi rostro. Reconozco con un asombro inexplicable también mis brazos, mis manos, el resto de lo que parece pertenecerme. ¿De dónde vino todo esto, este cuerpo que ni siquiera sé si es mío? Ya no recuerdo… Noto que tengo dos cadenas, o una, que me atan el cuello y la cintura al piso. Empiezo a mover los dedos de las manos, los aproximo a mis ojos para tallarlos suavemente, como si hubiera salido de un sueño eterno. Por fin puedo ver frente a mí como solía hacerlo hace no sé cuánto. Observo la pared mientras trato de voltear mi cabeza hacia atrás pero me duele el cuello; se siente rígido, como si fuera a quebrarse. Decido quedarme así, viendo hacia el frente, hacia un grupo de sombras que se filtran a través del fuego por encima de mí, como si hubiera otra pared detrás. Son sombras extrañas, irreconocibles, que no sé si me ayudan o me estorban, ¿qué es eso? ¿Qué lleva en encima? ¿Por qué se mueve de esa forma? ¡Son muchas! Van y vienen, todas ante mis ojos ¡No las soporto! Mejor los cierro, apago mis ojos, apago las sombras; los aprieto fuerte, lo más fuerte que puedo, y en seguida los distiendo paulatina, suavemente, hasta que vuelvo a ver los puntos de colores difusos sobre el fondo negro. Otra vez imagino las nubes, la zanja, los árboles… Escucho algunos sonidos que se desvanecen con mis ganas de quedarme despierto.
Parece que han pasado días, semanas, siglos. Abro por segunda vez los ojos y ya puedo ver las sombras proyectadas en la pared por más tiempo. La tercera, la cuarta, la quinta; ya juego a adivinar de dónde vienen, qué cargan, cómo se mueven desde el inicio hasta el fin de la pared, qué dicen. Ahora despierto y duermo, y sueño con las sombras –creo que ya no recuerdo otra cosa-, y duermo, y despierto una vez más, como hoy. ¿Será de día o de noche? -Me pregunto-, mientras sigo aquí, de cara a la rugosidad de la cueva, sin levantarme. Hace tiempo que ya abro y cierro los ojos a mi voluntad, parpadeo, los tallo. Las sombras son mi mundo. He visto algunas que se parecen a algo que tal vez he visto; otras se asemejan a seres como creo ser yo, sólo que caminando, de pie. Puedo ver sus extremidades, su torso, a veces solos, a veces con algo a cuestas. Me reconforta verlas –aunque algunas de ellas me causen cierto horror-. Las he visto tanto tiempo que a veces dudo si son sólo sombras u objetos, los objetos de ese mundo en el que vivo. Poco a poco me voy acostumbrando a ellos, al movimiento limitado, a la pared áspera, a la oscuridad parcial, a esta cueva en la que me encuentro. Estoy convencido de que mientras me siga sintiendo seguro no necesitaré moverme, y mientras los objetos sigan pasando no me sentiré solo. Lo que vea en esa pantalla de piedra estará bien. Esas imágenes están ahí por alguna razón, de la que antes dudaba pero que ahora simplemente me motiva a abrir los ojos de nuevo. Recibo lo que necesito; duermo y despierto, vivo y observo, con eso me basta por ahora. Debo estar agradecido por ver los objetos pasar –y cuya voz quisiera escuchar a veces, sólo para reconocer la mía-, esos que conforman mi mundo y que me guían para saber quién soy. ¿Y quién soy? Mi sombra, o mi objeto, o eso que se ve sobre la pared de la cueva. En ocasiones siento que el piso y las paredes se mueven, pero no quiero darle mayor importancia; seguro es lo normal -¿o será una advertencia?-. Me siento satisfecho por todas la cosas que pasan frente a mí porque ya no sueño lo de antes, sólo lo que es real, lo que veo.
Creo que me entusiasma mucho abrir los ojos para encontrarlas, si bien hay momentos en los que quisiera salir de aquí, moverme, sólo para ver si hay algo más. Pero empiezo a ver mi mundo en la pared y ya no me parece relevante -¿o sólo rehúyo?-. Cada día transcurre exactamente igual: duermo, despierto, abro los ojos, los tallo, miro, pasa una cosa, otra, me río, me aburro, duermo, despierto, duermo, duermo, duermo…
Y hoy desperté una vez más, pero hay algo que me mueve las entrañas, algo inusualmente distinto; no sé qué es, pero lo siento, se tensa alrededor de mi abdomen, sale desde la cadena que me sostiene. De pronto, la cadena se hace más larga, se expande, dándome más libertad. Pero no me muevo, sigo donde siempre. No tengo por qué moverme. Hasta ahora he estado bien. ¡Maldita sea! Hay algo que casi… Casi me obliga, no sé qué sea, pero tengo ganas de moverme más allá. Hay un haz de luz que no había visto antes, que observo brevemente de reojo mientras trato de torcer mi cuerpo. -¿Podré levantarme?- Trato en vano de elevarme, mis piernas están ahí, pero no responden. Me han mantenido demasiado tiempo arrodillado. Toco la pierna izquierda con mi mano derecha, la froto, y me doy cuenta que la puedo estirar un poco, sólo lo suficiente para cambiar -¡por fin!- de posición. Ahora hago lo mismo con mi pierna izquierda, y también la estiro, un poco más que la otra; ambas salen, se regocijan al zafarse del yugo del piso rasposo de roca suelta, de polvo viejo, de tiempos añejos y de objetos en la pared. –Tengo miedo-. Intento levantarme por primera vez. Sigo de frente a la pared rugosa. No puedo. Es como la vez en la que quise abrir los ojos después de mi ceguera total, sólo que peor. Las piernas no me arden, pero parecen estar dormidas, tiesas, muertas. Sigo buscándolas con mis manos y noto que empiezan a sentir -a pesar de todo- como yo. Esta vez tomo todo el tiempo necesario, incluso cuando siento que una fuerza externa – ¿o vendrá de mí?- me apresura. Casi siento curiosidad por salir de la cueva. Pero ¿qué me espera? ¿Será algo mejor? ¿O será el fin de lo que tengo? Más vale no seguir, mejor aquí me quedo; prefiero sentirme seguro que buscar lo otro, eso que me saque de aquí, que me haga ponerme de pie y caminar… Quiero dormir otra vez, quiero olvidar esa fuerza que me empuja, y seguir viendo esas cosas que me tranquilizan y me hacen abrir los ojos; espero que esa nueva luz ya no me moleste. Pero lo hace, me fastidia. Trato de ignorarla –a pesar de que muchas veces quiero saber de qué se trata-, y sigo aquí, arrodillado, adormilado, reservando mis fuerzas sólo para despertar sin desplazarme.
Pero a veces es imposible evitar moverse, simplemente porque se presenta una oportunidad –única- para hacerlo.
A causa de este impulso que a veces controlo, ya no sólo estoy de rodillas, puesto que he aprendido a sentarme; muevo mis piernas hacia atrás y hacia adelante, y ya se miran más vivas, más activas. Comienzo a flexionarlas y a estirarlas con mayor frecuencia. Al sentirlas, trato de ponerme de pie, y me elevo lentamente al tiempo que me balanceo, para caer sentado frente a la pared de color café profundo. Pareciera que apenas estoy aprendiendo a caminar. Ese muro estriado ahora refleja el fulgor del fuego: me mira de regreso a través de todas las cosas que contiene y mediante las que aprendo todo lo que necesito saber para seguir viviendo aquí. Al pasar de otros días, otras semanas, y otros siglos, casi sin darme cuenta logro voltear el cuello, estirar los brazos, y recargarlos sobre el piso, provocándome una sensación diferente por el sólo hecho de haber cambiado ligeramente de posición. Ahora me recuesto -las cadenas ya me lo permiten- y trato de arrastrarme con los brazos para dejar de advertir las cosas de siempre y ver la otra pared, la de atrás – ¿o será la de enfrente?-, la que esconde el fuego. Voy deslizándome sobre mi estómago, tragando tierra y sintiendo el polvo adentro de mis ojos, como si estuviera cumpliendo una sentencia por querer conocer lo que hay detrás de mí. Es duro moverse, tanto como las piedras que voy rozando, pero el impulso crece, se abre camino mis temores, y casi me fuerza a conocer el otro lado de la cueva. Vislumbro la luz, esa que al principio se asomó detrás de mí y que ahora se siente más próxima. Casi llego hasta ella pero ya no puedo; empiezo a sentir el cansancio metiéndose entre los dedos de las manos y los pies cual xilófagos royéndome los huesos. Me detengo y dejo caer lentamente mi cuerpo, me recuesto hasta reconocer la tierra en toda la piel, que se rasca ligeramente sobre ella, la asimila, la siente. La cadena ya no me oprime como antes. Logro estirarme. Todo indica que me voy quedando inerme, mientras los insectos se nutren del cuerpo que estaba en movimiento por efecto de ese aliento interno.
Despierto, sintiéndome seguro de haber dormido menos tiempo, ya que mis continuos deseos de letargo van cediendo a la inminente necesidad de ver el fuego, de tocar el rayo de luz. Alzo la cabeza y lo miro. Me siento primero acogido; luego atraído, embelesado. Me arrastro mansamente para llegar a mi objetivo y noto que lo que lo oculta no es precisamente un muro, sino más bien un montón de rocas y tierra que parece elevarse gradualmente; entonces, me arrodillo para luego impulsarme ayudado por el cúmulo de piedras, y tras varios intentos finalmente logro ponerme de pie. Casi exhausto, levanto la cabeza. ¡Qué es esto! Es… Sí, efectivamente es algo que parece conducirme hacia el origen del haz luminoso, que me lleva hacia arriba. ¡Es un ascenso escarpado! Uno de piedra, áspero, como la pared. Camino, me trepo usando mis cuatro extremidades, mientras la cadena se alarga tras de mi como si fuera la larga cola de un reptil. Al hacerlo, me recorre una fuerza que se torna familiar y lejana a la vez; trato de recordar el sol del campo pero la emoción de subir acapara toda mi energía, mientras advierto que sólo quedan cenizas de lo que alguna vez fue una fogata al otro lado de la subida escarpada.
Comienzo a escalar, primero apoyado sobre mis manos y pies, y luego sólo utilizando mis piernas. La luz es cada vez más deslumbrante. Siento un ardor intenso en los ojos; me cubro el rostro con la mano derecha sin dejar de avanzar. Diviso una abertura amplia, de contornos filosos, que se asemeja a la boca de una serpiente hecha de luz y que me llama para darme el fruto del conocimiento con su apariencia seductora. Siento que todo lo que fui, lo que supe, lo que me dijeron los objetos en la cueva se diluye en un mar de sensaciones nuevas, que invaden mi columna vertebral a través de las cadenas. Sigo andando; al fin llego. Poco a poco saco la cabeza a través de la abertura, tapo mis ojos, los abro y cierro constantemente para no lastimarlos. Nuevamente me arrodillo para esconder el rostro de tanta luminiscencia. Después de algunos instantes por fin puedo ver -¿será acaso el Paraíso Perdido?-. ¡Cuánta belleza! Tras esos días, semanas y siglos entre paredes rugosas, fuego y el pasar de las cosas frente a mí, me encuentro con el día, con los sauces, con las nubes en el espacio azul celeste y el viento que no sólo se desliza sobre las hojas de los árboles, sino también sobre mi piel. Veo las aves volar sobre las copas de los gigantes de madera, cuento conejos brincando entre los surcos de un sembradío como el que alguna vez trabajé, y vislumbro un lago sobre el que juguetean los rayos del sol, libres de pudor y de cadenas, como éstas que siguen incorporadas a mi cuerpo. Contemplo todo mientras me siento inundado por una profunda melancolía.
Me tranquiliza poder contar los días y las noches, y al cabo de un rato el día se ensombrece paulatinamente hasta devenir en calma oscura, haciéndome mirar hacia arriba para descubrir las luciérnagas del vacío, que con su distribución en la inmensidad del espacio dibujan formas y definen destinos. Me recuesto a orillas del lago para observarlas, en un estado de paz absoluta que jamás había experimentado, que penetra suavemente cada poro, cada célula, y que llega hasta el polvo compactado que integra cada uno de mis huesos. Cierro los ojos, pero esta vez no porque me ardan, sino porque deseo dejar que la oscuridad dé paso a las imágenes, esas que evocan lo que he visto y que ahora se mezclan en un espacio onírico de mi ser, que se desahogan en la metafísica para trascender mi cuerpo. Empiezo a flotar sobre una cama de agua. Sin mirar estiro mis extremidades y siento esa atmósfera acuosa, estable; me relajo totalmente durante algunos momentos, tantos que casi duermo de nuevo por primera vez desde que salí a este mundo. Quisiera quedarme así tantos días, tantas semanas y tantos siglos como los que gasté en la caverna. Quisiera quedarme inerte hasta el fin del tiempo, flotando apaciblemente. Las cadenas que llegan a mi cintura y a mi cuello ya no se sienten rígidas, metálicas, sino más bien tersas, tibias, flexibles. Todo a mi alrededor es placentero y cálido, húmedo y agradable. Pero de alguna manera sé que esto no va a durar para siempre.
Empiezo a mover mis dedos sin pensarlo, incitado –otra vez- por una necesidad de desplazamiento, y con ello percibo el agua del lago. Me percato de que el entorno es más denso de lo usual, y creo que puedo nadar, aunque sólo alcanzo a patalear un poco y a estirar levemente mi cuerpo. Entonces, me doy cuenta de que estoy dentro de otra cueva; pero esta vez no siento el aire ni el fuego, sólo el agua. Otra vez no puedo ver, aunque me percato de que sí puedo oír algunos ruidos y palpar poco a poco la superficie que me rodea. Sigo atado a esta cuerda; no entiendo por qué -aunque sé que eso ya me había ocurrido antes-. Me inquieta recordar la sensación de tener una más gruesa y más rasposa alrededor del cuello, a pesar de que piense que esta vez no me hará daño, al menos no mientras mantenga la cabeza casi estática, los brazos cruzados y las piernas encogidas; con esa lógica en mente, trato de no agitarme y desenvolverme lentamente. Ya más calmado, construyo imágenes de mi propio cuerpo, de aquél que fue en la otra caverna, pues percibo que éste que ahora ostento es más frágil y pequeño – ¿me servirá para escapar de aquí, para encontrar la salida y ver nuevamente la luz? Una vez más me voy quedando dormido...
Luego del coma efímero, despierto, recordando que tuve un sueño, un sueño en el que extendía mis brazos para salir. Una vez afuera, corría entre los surcos de maíz con los pies descalzos, sintiendo el sol caer en mi cara y apresurándome para llegar a la casa de adobe pintado de rosa con tejas rojas, con focos blancos de día y rojos de noche, en la que había pasado algunos momentos importantes de mi vida. Al arribar, veía a mi tía sentada en un tronco de madera con un vestido que permitía que sus senos respiraran, y que lucían tan naturales como los cerros que imponían su presencia al bordear el lugar; ella me sonreía y yo le respondía con un beso en la mejilla; salía de ese pueblo lleno de calles empedradas y gente del campo, mientras todos los rostros que me habían visto pasar transitaban por mi mente. Llegaba a la capital del país, conocía mi primer amor, entraba a la universidad; estudiaba hasta el cansancio, devoraba libros y comenzaba a crear ideas sobre progreso y justicia, obtenía el título ingeniero agrónomo y encontraba mi primer trabajo, luego… Luego el sueño se detuvo, y desperté nuevamente aquí, sin abrir los ojos, sin ver esa luminosidad que tanto añoro.
Ahora que dejo mi somnolencia atrás, trato de ir hacia adelante para llevar a cabo mi plan onírico; comienzo a agitar mis extremidades, empujo con toda la fuerza que tengo, ejerzo presión en mi cuello y la cuerda se tensa con el movimiento, pero eso no me hace parar; pataleo, y pasa un rato sin haber conseguido lo que buscaba. Entonces, trato de patear más fuerte, me sacudo con mayor intensidad, y de tajo descubro que he roto una barrera y que el agua comienza desbordarse. -¡Estoy asustado! ¡Siento que me asfixio!- Mejor ya no me muevo, estoy mareado, agotado, sin aire.
En un estado inánime alcanzo a escuchar algunos gritos, y recuerdo la última vez que tuve una sensación similar, allá entre los cafetales de Santiago Ixcuintepec, cuando por no ser cómplice de una trampa para que la compañía en la que trabajaba se hiciera de unas tierras, me colgaron de un árbol con unos campesinos. Ahora sé que después de eso desperté en la caverna. Advierto la memoria confusa; todo lo que he vivido se vuelve ante mí como una serie de fotografías instantáneas, en un álbum que se hojea página tras página sin detenerse a contemplar las imágenes, sólo figuras borrosas. Alcanzo a distinguir las siluetas de la gente, de los objetos en la pared de la caverna; escucho la profunda resonancia de un pueblo sin ruidos y, paulatinamente, empiezo a percibir claridad a través de una abertura que cada vez se hace más grande -¿esta vez, a dónde me llevará?-. Ya no siento las paredes de ese cuerpo que me aislaba, y en su lugar encuentro unas manos que me van sacando de ese espacio que me hospedó durante algunos días, algunas semanas, algunos siglos.
Entonces, ya no percibo agua, sólo aire transitar por mi piel; y justo cuando creo que me voy a quedar dormido, siento un golpe repentino. Lloro, no sé si de tristeza o de felicidad, pero sigo vivo. El llanto comienza a desaparecer y, al elevarme en el espacio y caer entre nubes de algodón, juzgo mi alma apacible, mientras logro percibir que la conciencia se va desvaneciendo sin dejar rastro ante la luz…

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