EN ESTE PUEBLO HÚMEDO (PRIMERA PARTE)
Él iba dejando
atrás los cerros llenos de verde espesura, esos que se veían de cerca al llegar
a la estación, para ir adentrándose en otros aún más tupidos; el calor que lo
envolvía era más intenso y el aire que lo circundaba profundamente húmedo, como
si fuera regresando al vientre materno en medio de una tórrida noche de lascivia.
Mientras sentía el sudor escurriendo desde la cabeza hasta el cuello y por
debajo de su playera, iba llevando consigo el recuerdo de su madre en la cárcel
y de su hermano menor en el hospital, pensando en lo poco que podría llegar a
saber de ellos inmerso en este lugar enclavado en medio de la Sierra Mixe.
En
su andar hacia el pueblo, volteaba por un instante para mirar cómo se alejaba
su vida actual, lo que hasta ayer era su hoy,
en uno de esos autobuses que iba de regreso a su lugar de origen. Al hacerlo,
oía una voz que por ahora no quería escuchar, y sentía el movimiento ondulante
debajo del vehículo que lo llevaba por el camino, a veces arenoso, a veces
lleno de piedras. Pero no iba andando solo. Lo acompañaba un hombre de nombre
Donaciano, quien había sido enviado para recogerlo en el paradero, y que había
estado esperándole desde antes que cayera la tarde. Conducía un auto antiguo,
como esos que ya casi no se ven y que evocan el pasado, formado por un conjunto
de piezas mecánicas que se habían desgastado por la inevitable fricción que obedecía
a su naturaleza ficticia. Las llantas ya no tenían tapones, y la pintura
original parecía haber sido roja, aunque ahora sólo daba destellos de ese color
que algún día lo había hecho verse reluciente. Del espejo colgaba un Cristo que
también parecía obsoleto, y las vestiduras delanteras se escondían tras la
camiseta del equipo de futbol más popular, ese que todavía provoca a las masas volcarse
de manera efervescente para evitar toparse con la realidad, aunque sea por
escasos noventa minutos. De pronto, el silencio entre los dos, que sólo se
había interrumpido por un saludo entrecortado, cedió ante la voz ronca y viril
de Donaciano, que debía tener unos treinta y cinco años de edad.
-Si
vienes de la ciudad después de tantos años esto te va a parecer como el paraíso,
porque allá todos están locos -le dijo al momento que apretaba sus manos contra
el volante.
Él
lo miró sin dar respuesta alguna, aunque con la mirada lo dijo todo; ante esto,
Donaciano se quedó callado por unos segundos para luego tratar de retomar la
plática.
-Entonces,
eres el sobrino de Doña Citlalmina. Yo te miré de chiquito, más que ahora, y de
cuando en cuando ella habla de ti y por eso algo te conozco, porque uno sabe del
otro nada más mirándole los ojos a quien lo menciona. Ella te quiere, o extraña
a alguien que te quiere, y por eso te recibió aquí, aunque por acá casi no
llega nadie más que en diciembre, y hasta los fuereños son bien recibidos. Pero
viéndote así como estás, moreno, regordete y hasta con ese bigote que apenas te
está saliendo tú sí que pareces de por acá, nada más con ropa de capitalino -concluyó.
Mientras él soltaba una
carcajada, Milton observaba desde atrás sus dientes amarillentos reflejándose
sobre la anchura del espejo retrovisor, pensando que era mejor decir algo antes
de que le fuera a hacer una pregunta que le incomodara todavía más que ese
calor de la sierra.
-¿Y usted trabaja para mi
tía?
-Sí muchacho, le hago unos
trabajitos aquí y allá, y ella me paga bien. A veces con dinero, a veces con lo
que saca de su parcela, y otras con lo que puede… Por esos trabajitos que hago,
mis cuates, esos que de veras me conocen bien, me llaman “el tres”.
Donaciano sonrió, esta vez
sin dejar ver demasiado su dentadura, mientras hacía contacto visual con su
pasajero al momento que sobaba su entrepierna sin pudor alguno.
- Pues yo casi no recuerdo
nada de mi estancia en este pueblo, excepto por mis abuelos que según sé
murieron cuando yo estuve aquí –dijo Milton con voz tímida y temblorosa al
percatarse del movimiento de su mano. Esto me parece conocido -agregó, aunque
he visto algunas fotos y tal vez por eso el camino me resulta familiar.
Donaciano respondió que él creía que
sí debía acordarse, que incluso ya lo había visto a él en más de una ocasión,
puesto que llevaba trabajando para su tía casi los mismos años que el muchacho
tenía. Mientras su guía continuaba hablando de asuntos relacionados con sus
labores en el pueblo, Milton comenzaba a desprenderse de la conversación para
enfocar su mirada hacia los parajes que le ofrecía el recorrido camino arriba;
a lo largo de la ruta podía observar el follaje verde que rodeaba los árboles
llenos de pájaros, para dar paso al avistamiento de casas pequeñas de adobe y
tabique gris con techos de lámina clara que se mezclaban con el paisaje, del
que sobresalían las dos torres de un santuario color blanco con detalles azul
cielo. Luego de un largo rato, por fin llegaron a Santiago, al lugar del cerro con cabeza de perro. El pueblo hervía
de vida ese domingo a pesar de que casi era de noche; las señoras estaban de
pie al filo de sus puertas mirando el auto que rodaba hacia la casa de sus
abuelos –y que hasta ahora sólo era habitada por la hermana menor de su abuela
difunta- al tiempo que los niños jugaban y corrían por las calles. Al pasar por
la plaza principal, descubría un cúmulo de hombres que platicaban y tomaban
aguardiente, mientras la banda local ensayaba canciones para la competencia regional
que era organizada año tras año.
Al ir dejando atrás el
bullicio, iban acercándose más al espacio que con una temporalidad indefinida
vendría a ser su nueva posada. Rodearon la iglesia, avanzaron un par de
cuadras, y al fin llegaron hasta los límites del pueblo, en una parte
silenciosa y discreta donde el alumbrado público parecía menos luminoso que en
el resto de lo que hasta ahora le había tocado ver. Donaciano pisó el freno, y
se estacionó enfrente de una casa que ostentaba dos ventanas y una puerta
negras que sobresalían entre el tono rosa mexicano de la fachada, alumbrada por
un foco blanco justo arriba de la entrada. Luego abrió la puerta del auto, y se
bajó para ayudar a Milton con su maleta. Éste le dio las gracias, y tras un
fuerte apretón de manos -que dejó al muchacho con un leve dolor entre los dedos-
y una caricia en el cachete, aquel se despidió diciéndole que se estarían
viendo por el lugar.
Milton iba a tocar el gran
protón negro cuando se percató de que una de las dos ventanas simétricas que lo
conformaban en la parte superior estaba entreabierta; así, se atrevió a empujar
el cristal para deslizar la mano entre las barras de metal y alcanzar el pasador
para darse acceso. Al empujar la puerta encontró un pasillo sombrío que, como
la calle en la que residía toda la casa, sólo se encontraba aluzado por un foco
empolvado alrededor del que volaban varios insectos en círculos infinitos.
–Hola, ¿tía?- dijo, al
mismo tiempo que caminaba con paso lento y sostenía lo poco que había podido
traer para su viaje.
Repentinamente, vislumbró
una sombra que salía desde el fondo del pasillo y que se acercaba rápidamente
hacia él. La sombra se fue aproximando a la luz y tomó forma de cuerpo, aquel
de su tía que al verlo corrió para abrazarlo; Milton no supo cómo responder
ante el efusivo recibimiento y sólo se dejó querer, notando que Citlalmina
usaba un gran escote que dejaba ver dos enormes y suaves senos que eran
oprimidos contra su rostro mientras se balanceaba y le frotaba la espalda con
cariño. Después de varios segundos, que para el muchacho parecieron minutos, se
desprendió de él para verle la cara.
-Te pareces a tu padre
–dijo Citlalmina con un tono de molestia mientras caminaban por el pasillo
hacia el fondo de la casa.
-Aunque supongo que eso ya
no importa, de todos modos eres más mío y de tu madre que de él; y no te
preocupes demasiado, ya se resolverá todo lo que le pasó a ella… Ahorita no
puedo ir a visitarla, por el negocio, y por eso le dije que te mandara conmigo,
pero tú y yo nos vamos a divertir aquí.
-¿Y de qué es tu negocio?
–replicó el muchacho.
-Pues eso es algo que por
ahora no puedo explicarte, pero no preguntes tanto y mejor vamos a tu
habitación, ¿te parece? Sólo tengo algo que decirte: cuando yo te indique, no
vas a poder salir de tu cuarto, aunque no quiero que te asustes ni lo vayas a
tomar como un regaño, es sólo que luego hay gente por aquí y es mejor si no se les
importuna, pero bueno, esta es tu habitación.
Se detuvieron frente a una
puerta de madera, pintada de azul y que parecía algo pesada; ante la sorpresa
de Milton, su tía la abrió con facilidad y entonces se dio cuenta de que gran
parte de la madera tenía huecos, como si un animal de apetito insaciable la
hubiera roído por dentro; su tía encendió la luz y lo primero que vio fueron
las paredes de adobe, el piso de cemento gris y una cama con un colchón viejo
sobre el que se mostraban unas sábanas enrolladas y unas cobijas algo
revueltas.
-Este pedacito de la casa
es tuyo –le dijo su tía.
-Sólo tienes que tender la
cama y ¡listo!; le pedí a Micaela en la mañana que lavara bien todo y desinfectara
el piso, así que huele bien y está limpio, en fin, te dejo para que te
acomodes, ahí está el ropero.
Citlalmina cerró la puerta
detrás de sí mientras Milton se preguntaba quién diablos era Micaela, y se
acercaba a la cama para dejar su maleta y comenzar a acomodar su ropa dentro
ese mueble grande y viejo que olía a humedad. Tras terminar de hacerlo, caminó
hacia la ventana que estaba enfrente y daba hacia un corral; la vista le
pareció tétrica así que prefirió regresar a la cama y sentarse en ella. El
lecho cumplió su función y casi sin sentirlo se quedó dormido, ya fuera por el
cansancio de la travesía que había recorrido desde su ciudad, o por la carga que
su madre había puesto sobre su espalda adolescente de catorce años. Al poco
rato regresó Citlalmina, quien al entrar lo vio ahí, tendido en posición fetal,
para después acercarse a despertarlo con ternura; Milton respondió y por un
instante creyó que no estaba ahí, que todo lo había soñado, y que estaba en su
propia cama. El despertar fue a la vez rudo y tierno, y sin quererlo soltó a
llorar sobre el regazo de su tía. Ella trató de consolarlo, sabiendo que estaba
triste y confundido, inexperto y solo, y que ella buscaría lo forma de animarlo
y hacerlo olvidar aunque fuera por unos días, que la vida estaba llena de
eventos que ponen a prueba nuestra fragilidad.
Así, tía y sobrino
salieron a caminar por las calles de terracería a media luz, que tras varios
pasos acelerados se convirtieron en pavimento y luminiscencia al llegar a la
plaza del pueblo. Milton observaba a la gente, a todas esas personas que lo
miraban como si fuera un ente distinto a ellos, o una aparición extraña, para
luego notar que no sólo lo veían a él, sino también a su tía, a pesar de que
ella escondía su busto descomunal tras un rebozo negro que había tomado de la
casa ese domingo antes de salir. Llegaron a una cenaduría y, cuando el muchacho
se disponía a sentarse, su tía le dijo que todo lo iban a pedir para llevar,
mientras hacía algunos gestos de desprecio que eran correspondidos por la mujer
que estaba por atenderles, y otras más que se encontraban a su alrededor. Tras
cruzar sólo las palabras necesarias y pagar la cuenta, emprendieron su regreso
con dos tlayudas y un par de atoles de grano, que disfrutaron sobre la mesa de
la cocina que estaba al entrar; casi no hablaron, mientras el muchacho pensaba
en la peculiar distribución de la casa, con cinco cuartos a lo largo de un
pasillo y uno más pasando el corral, como si fuera un conjunto de departamentos
arreglados dentro de un condominio horizontal. Cada habitación tenía un foco
afuera y todos se encontraban apagados, todos eran redondos, y todos eran
rojos.
La cena terminó y, tras
ser cruzado con una foto de la Virgen, el muchacho se dirigió a su habitación y
durmió tan profundamente, sin quitarse la ropa, que no soñó ni despertó hasta
que el gallo del corral había agotado totalmente su canto matutino al día
siguiente. Tras estirar con fuerza todas las extremidades que salían del tronco
de su cuerpo, se levantó notando que el sol entraba por la ventana, lo que le
provocó salir del cuarto. Justo cuando se disponía a abrir la puerta, escuchó
ruidos de agua lanzada contra el piso y las paredes, y una escoba que tallaba
sin cesar; se asomó por la rendija de la llave y alcanzó a ver una falda café,
que cubría unas nalgas onduladas que se contoneaban de un lado de otro. Al ver
esto, despegó rápidamente el ojo de la cerradura pensando que no estaba bien
verle el trasero a su tía, aunque después de un instante de vaga reflexión volvió
a ceder ante su voyerismo incontrolable y miró de nuevo. Esta vez vio unas piernas
delgadas, con una piel primorosa que parecía bronceada por los mismos rayos de calor
que entraban por su ventana, y unos brazos con similar presentación que se
movían al ritmo del palo de madera que sostenían y una cumbia que súbitamente
comenzaba a sonar. En eso, se percató de que alguien se acercaba a la puerta, y
regresó corriendo a la cama para echarse rápidamente y simular que todavía
estaba dormido; la puerta finalmente se abrió y apareció la figura de
Citlalmina.
-Levántate ya muchacho -dijo
con voz dulce pero determinante.
-Hay que desayunar y hacer
varios quehaceres antes de que el negocio abra.
Tras salir de la
habitación, lo primero que descubrió fue la cara de esas piernas y esos brazos
que apenas y había visto; se trataba de Micaela, la joven muchacha que ayudaba
a su tía en la limpieza de la casa, entre otros menesteres. Al encontrarse con
sus ojos sintió una sensación placentera y extraña que emanaba desde adentro de
su estómago, y que se intensificó cuando ella le sonrió y se volteó lentamente
para seguir con sus labores. Citlalmina se dio cuenta y ante ello le pidió que
fuera a la tienda a comprar miel y fruta. Milton fue y regresó lo más rápido
que pudo, entusiasmado por llegar a ver ese rostro que tanta emoción le había
causado. Sin embargo, cuando arribó ella ya no estaba a la vista, como si
hubiera sido un espejismo que se había desvanecido en el oasis del deseo. Le
iba a preguntar a su tía por ella cuando Citlalmina sacó una toalla, un jabón
pequeño y un zacate, y se los entregó enérgicamente en las manos.
-Es hora de que tomes un
baño para que luego desayunes -dijo, mientras le señalaba el lugar en el que
estaba la regadera.
El muchacho se dirigió al
lugar, para encontrarse con un cuarto húmedo y pequeño, totalmente forrado con
cemento gris negruzco, en el que una de las esquinas superiores fungía como
hogar para una araña grande y también negra, de patas largas y cuerpo ovalado que
brillaba de forma intermitente con la poca luz que se introducía por el lado de
la puerta, como si un ojo le estuviera guiñando en medio de la oscuridad acuosa,
insinuándole que se acercara. Siguiendo su enigmático encanto, entró, se
desnudó lentamente, y abrió la llave de la regadera para refrescarse con el
agua tibia que apaciguaría momentáneamente el calor de su cuerpo, ese que no
sólo había sido ocasionado por los estragos del clima.
Al salir, fue a vestirse y
regresó a desayunar en la misma mesa en la que había cenado, sobre la que
alguien le había dejado unos panes de nata y atole. Terminó de almorzar –pues
ya era pasado el mediodía- y decidió entonces recorrer la casa. Quiso abrir el
primer cuarto pero estaba cerrado con llave; así pasó al segundo y al tercero y
en los tres encontró el mismo impedimento para entrar, hasta llegar al cuarto
en el que descubrió a su tía en camisón, peinándose y maquillándose frente a un
espejo. Él sintió cierta vergüenza y trató de alejarse despacio para que ella
no lo notara. Al hacerlo, chocó suavemente con otro cuerpo, que se percibió más
fino y ligero, el de Micaela.
Tímidamente le pidió
disculpas, a lo que ella nuevamente replicó con una simple sonrisa; sacó una
llave, abrió la puerta del segundo cuarto, y se metió en él mirando de reojo al
muchacho, para cerrar tras de sí toda esperanza de contacto visual. Entonces,
él pensó que sería mejor conocer el pueblo.
Así, salió de la casa y
caminó hacia la plaza, sólo para notar que la gente lo seguía mirando de forma
extraña; recorrió varias calles, entró a la iglesia, escuchó una aburrida misa
de más de una hora que casi lo hizo quedarse dormido en la banca, salió de ahí
y se topó con la misma banda de músicos que había visto al llegar. Se quedó un
buen rato viendo como ensayaban, con sus tambores, guitarras e instrumentos de
viento. Luego, le dio hambre y fue a buscar algo de comer, pues ya eran casi
las cinco de la tarde. Se dirigió a un puesto de tacos, pidió una orden de tres
y, al hacerse hacia atrás para buscar un lugar donde sentarse chocó nuevamente
con un cuerpo casi de manera accidental, pero esta vez no era uno delicado,
sino más firme y grande que el suyo, el de Donaciano.
–Hola muchacho, ¡qué hay!
–dijo, tomándole los hombros con fuerza, y dándoles un masaje que rayaba en opresiones
dolorosas.
-Nada, aquí comiendo, con
permiso –dijo Milton.
-Al rato te veo por allá
muchacho, a ver qué se arma con tu tía; acuérdate que si piden al “tres” me
tienes que avisar eh –ultimó Donaciano mientras se alejaba otra vez con una
carcajada.
Milton terminó de comer y
pensó en regresar a casa de su tía cuando de pronto vislumbró un salón de
billar. Lleno de curiosidad, llegó hasta la entrada y se asomó, queriendo ingresar
pero sin saber si debía hacerlo o no. Alcanzó a divisar que sólo había hombres,
algunos más viejos que usaban sombrero y otros más jóvenes que escondían su
cabello despeinado tras una gorra. Comenzaba a desprenderse de la entrada
cuando llegaron otros dos muchachos que lucían más o menos de su edad, y que se
pararon frente a él para mirarlo de arriba abajo.
–Tú eres el sobrino de
Doña Citlalmina, ¿no?- le dijeron.
-Sí, pero ya me iba.
-No, ¡cómo que te vas! Si
apenas va empezando esto; como es lunes se va a acabar temprano pero pásate con
nosotros para que conozcas a todos los clientes de tu tía -dijeron mientras lo
llevaban hacia adentro soltando ruidosas risotadas.
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