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Y yo decía que sólo estaba buscando sexo; así, nada más, porque la frustración contenida de tantos años parecía exigirlo, porque el agua parecía desbordarse de manera violenta sobre las bardas de mi lujuria, y porque la virginidad –más mental que física- estaba ocasionando una fijación hacia la carne que me provocaba olerla, sentirla, y devorarla cual manada de lobos hambrientos. 

Tras este reconocimiento de mi verdad innegable, hice lo que muchos en la era de la mensajería electrónica y las redes sociales de internet: buscar un sitio para publicar mi perfil, uno de esos donde el “se busca” constituye la frase esencial de los encuentros atinados y fallidos, de las decepciones de los cuerpos y las almas. Pensé en presentarme tal y como soy, de frente, con mis pensamientos al aire y mi cara descubierta ante los espectadores de ese baile virtual de máscaras. Ya no quería esconderme, -al menos no de mí- por lo que empecé por tomar una fotografía de mi rostro que constituiría el anzuelo para aquellos peces perdidos en la inmensidad de las aguas del deseo. Pensé una vez más, y decidí que no sería bueno comenzar mostrando algo del cuerpo más allá de mi propia cara, pues podrían creer que era demasiado superficial.  El momento se fue, y publiqué varias fotografías más, porque supuse que todos estábamos buscando lo mismo: inundar el vacío-mar de nuestros corazones con los anhelos de otros, esperando que por medio de lo físico se diera lo emocional, que con el contacto de los cuerpos llegara eso que produce calor interno, y que finalmente pudiéramos sentirnos tranquilos no sólo con las partes pudendas del ser, sino también con todo aquello que las rodea.
Además, tenía que escribir algo que me describiera, así que traté de redactar unas líneas sencillas pero contundentes: “Soy un hombre de veintiún años, cursando el último año de la universidad, que pretende experimentar con otros mientras no haya riesgo inminente”.  Así, esperé -¿acaso en vano?- Entonces no lo sabía. Comenzaron a llegar algunos mensajes.

Les_fleurs_du_mal dice:
HolaJ, soy maestro de letras y me gusta tu perfil, me gusta tu cuerpo de Narciso; tu es délicieux, yo vivo en el norte de la ciudad ¿Cuándo nos vemos? Soy activo.
Bassanio1600 dice:
También soy activo; ni modo de jugar esgrima; touché, ya será en otra ocasiónL, peut-être dans une saison en enfer.

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Centímetrosenmi dice:
Estudio una carrera técnica, soy versátil y vivo en Guanajuato, aunque algún día iré de vacaciones al D.F., y no dejaré pasar la oportunidad de estar contigo; allá tengo un novio, pero no voy en ese plan y ni siquiera le diré que estaré ahí, así que no habrá inconveniente. ¿Quieres? C
Bassanio1600 dice:
Gracias, cuando andes por acá me llamas.
Centímetrosenmi dice:
Pero no tengo tu teléfono… ¿Me lo pasas? J
Bassanio1600 dice:
Podría, pero no doy mi teléfono a desconocidos. Adiós. D

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Luz_Eterea dice:
Yo escribo y pinto, tengo mi propio blog, no sé si soy artista pero me gusta compartir lo que hago; busco una relación abierta, es decir, tener novio pero salir con otros al mismo tiempo.
Bassanio1600 dice:
Mejor me abro, gracias.

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RULFO dice:
Yo trabajo vendiendo productos para bajar de peso por teléfono; tengo miedo de que por el recorte de personal me despidan, pero igual si sucede no es tan grave, porque no me gusta mi trabajo. Me siento mal L con mi situación actual, perdona que te lo diga pero estoy un poco ebrio; es lo único que me consuela en este mundo lleno de gente que me hace sentir tan solo.
Bassanio1600 dice:
Sí, te entiendo. Yo también estoy harto de mi trabajo, por eso el día lunes arde como el petróleo, diría el poeta, y no tengo claro qué hago ahí, excepto –creo- por los días de quincena, como dicen. ¿Te gusta leer?
RULFO dice:
Pues a veces, en mis ratos libres, antes lo hacía con mayor frecuencia pero ahora no tanto. ¿Te gustaría que nos conociéramos?
Bassanio1600 dice:
Va…

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Así, tras intercambiar correos y números de whatsapp –que en realidad era el número de teléfono celular-, finalmente llegó el día en el que nos encontraríamos al interior de un centro comercial. Acordamos vernos en un punto intermedio, público, por si acaso la cita a ciegas nos hiciera ver, con antelación, un intento fallido de satisfacción mutua. Apenas comenzaba la noche, y la leve oscuridad se acentuaba con nubes negras que amenazaban la claridad del cielo. Ante ello, decidí usar unas botas de corte largo, con un tacón discreto y un cierre color plata, que se escondían debajo de mis pantalones ajustados de mezclilla negra. Todavía con el torso desnudo, iba decidiendo qué ponerme; me probé una camisa de manga corta, luego una de manga larga, y finalmente decidí por una playera gris oxford que se deslizaba suavemente por mi cuerpo, como si me acariciara la piel para recordarme lo que estaba esperando obtener aquella noche. Por último, tomé una chamarra negra y emprendí mi salida del asfixiante calor del hogar, esperando que mis padres y especialmente mi padre- no cuestionaran mi forma de vestir, como acostumbraban hacerlo cada vez que sospechaban que algo de mí no les era grato del todo. Para mi fortuna, al cruzar la sala ni siquiera me voltearon a ver; era sábado de cine en casa y estaban sumamente concentrados viendo Ma vie en rose, película que disfrutarían mucho hasta algunos años después, cuando por fin descubrieran que uno de sus hijos tenía ciertas similitudes con Ludovic.
Así, tomé las llaves del auto y tan sigilosamente como pude me escabullí por la entrada principal de la casa, para darme cuenta que la lluvia había comenzado a caer. Corrí para no mojarme demasiado y abrir la puerta del coche, objetivo que no logré al primer intento; por fin, subí al interior y me puse en marcha. La ciudad lucía agradablemente vacía, con escasos transeúntes que eran tocados por una ligera ráfaga de viento y gotas de agua de poco volumen pero de gran intensidad, como si estuviesen sugiriendo un encierro que permitiera disfrutar la atmósfera desde adentro. Al menos, eso es lo que me sugerían a mí. Empecé a imaginar la conversación, las miradas, la prontitud, el acercamiento, el cuarto de hotel, su cuerpo, el mío, el posible desencanto, la soledad, el retorno desconsolado a casa de mis padres, las… ¿las ganas de orinar? Sí, las ganas de orinar; en ese entonces nunca había pensado en la “lluvia dorada”, sólo que había tomado dos vasos con agua antes de salir y llevaba varios minutos de camino, que con la precipitación incesante y la ansiedad creciente habían disminuido el tiempo entre idas al baño. Ya con la imagen de un urinario en mi cabeza, llegué al sitio acordado un poco después de la hora de la cita. Sin reflexionar, bajé del auto y me introduje cual gacela al centro comercial, con el único propósito de desahogar la presión que hostigaba mi vejiga. Al terminar y sentir esa efímera sensación de alivio, me dirigí hacia los lavabos, observando en el espejo si esa imagen que se reproducía era la mía, o si se trataba de alguien más a quien yo pretendía imitar. Mientras estaba tratando de decidirlo, el ansia nuevamente comenzó a recorrer mi estómago, un poco por miedo y otro tanto por emoción pura, animal, sin saber si llegaría a la comilona como el cazador o como la presa. De pronto, escuché que alguien que se encontraba en uno de los cuartos de baño tosió, para luego provocar el sonido del agua precipitándose hacia el intestino tenebroso del desagüe. Abrió la puerta. Era él.
No lo ubicaba del todo, pero sabía que se trataba de la personificación de aquella fantasía, esa que estaba por consumarse tras dos semanas de diálogo impersonal. Era de menor estatura que yo, con el cabello corto y ondulado, y vestía también de negro, sólo que en lugar de chamarra traía una gabardina que lo hacía lucir más interesante. Se paró junto a mí para lavarse las manos, y con una sonrisa discreta me coqueteó a través del espejo. Me vi reflejado en sus ojos cafés, él en la profundidad de los míos, y un parpadeo bastó para entablar comunicación con aquel chico que apenas y parecía tener la suficiente edad para comprar un paquete de cigarros.
¿Eres Bassanio1600? –Dijo con intriga-, a lo que respondí que sí, al mismo tiempo que le regresaba la expresión de sorpresa. Nos saludamos de mano, como si estuviéramos en una entrevista de trabajo, y empezamos a compartir los avatares que se nos presentaron en el camino. Poco transporte público. Chubasco repentino. Algo de frío. Soledad. Por fin salimos del baño.
-¿A dónde vamos? –Pregunté con una voz más gruesa de lo usual, que me hizo abrir los ojos ante mi propia sorpresa.
-Conozco un lugar muy bueno –respondió apenas sonriendo- pero tal vez sea demasiado ruidoso para una primera cita. ¿Te parece bien algo más tranquilo?
-Sí –le dije, intentando regresar a mi tono de voz habitual.
Llegamos a mi auto y emprendí nuevamente la marcha, aunque ya no iba solo. Pasamos por varias avenidas, algunas muy bien alumbradas y uniformes, y otras oscuras y con baches en el pavimento, pero todas golpeadas por la lluvia, hasta que llegamos a nuestro destino mientras conversábamos de cualquier cosa para abatir el nerviosismo que poco a poco nos iba dejando atrás. Era un bar enclavado en la zona centro, con una vista exterior que se antojaba clandestina. Nos estacionamos y corrimos hasta el acceso para no mojarnos tanto. Al entrar, la atmósfera se percibía placentera, con un fondo sonoro sutil y una luz de color azul que salía desde arriba. No había mucha gente, aunque algunos hombres se miraban entre sí mientras alzaban sus cervezas para darles un sorbo, como deseando alcanzar la cima, como queriendo acariciar la petite mort. Había dos escaleras; una cerca de la entrada y que parecía conducir a donde se encontraba el dj, y otra que se extendía al fondo entre tonos morados que insinuaban intimidad. Seguimos hablando de todo.
-Pensé que tal vez yo no te había gustado –dijo en tu tono serio, volteando su cabeza hacia la barra.
-Si así hubiera sido, no habríamos llegado hasta aquí –contesté tocando su hombro.
Luego me contó que su madre había fallecido hacía muchos años, y que la memoria no le alcanzaba para recordar cada detalle de su rostro, aunque siempre tenía presente el abrigo de sus brazos. Yo le conté que todavía tenía a la mía, pero que no éramos muy cercanos a pesar de compartir el mismo techo. También eso tenía muchos años. Tratamos de traer a la plática temas menos punzantes, y comenzamos a recordar la forma en la que nos habíamos visto por primera vez, apenas hacía un rato. Sonreímos y tocamos nuestras manos tímidamente, mientras la falta de claridad nos acercó a la barra para ordenar un par de mezcales. No dijimos mucho, y nos limitamos a tomar mientras observábamos a nuestro alrededor, notando un olor que mezclaba diferentes tipos de lociones en el aire. Súbitamente él hizo una sugerencia.
-¿Quieres ir al baño? –Dijo moviendo las cejas de arriba abajo, a lo que yo asentí con la cabeza.
A mí me pareció más excitante que necesario, puesto que constituiría la oportunidad perfecta para mirar aquello que él guardaba por debajo de la bragueta, sin tener que disimular como cuando se me antojaba hacerlo en algún baño público. Caminamos hacia la escalera del fondo, pero justo antes del primer peldaño nos desviamos hacia un lugar que era más oscuro. Apenas y avanzamos algunos metros, y encontramos un pasillo; al ir adentrándonos en él, la oscuridad ya no tenía olor a loción, sino a cierto tipo de humedad, provocada por un rocío distinto al de la lluvia.
-Por acá está el baño –murmuró, mientras yo sólo me dejaba llevar ante la inercia.
Antes de llegar, atravesamos un cuarto con muy poca luz, en el que había siluetas y sombras recargadas sobre las paredes; miré de reojo y proseguí a los urinarios, cuando de pronto noté que justo al lado de la entrada al baño había un cuarto completamente oscuro, al que muchos estaban tratando de entrar. Nos dirigimos al baño y no pude ver lo que pretendía –ya que persistía la luz escasa-; salimos, y miré de nuevo hacia el cuarto negro, pero esta vez con los ojos totalmente abiertos. Otra vez no logré ver prácticamente nada, y sólo noté que alguien de pantalón y camisa blancos estaba arrodillado de espaldas hacia mí. Regresamos a la barra. Otros hombres seguían bailando, unos más los seguían viendo, y yo no hacía más que pensar en ese cuarto, en lo que podía esconderse y revelarse dentro de él. Las bebidas comenzaron a relajarme, y mi atención volvió al origen de la noche.
Después de unos minutos, y tras la experiencia efímera por los pasillos de Sodoma, RULFO y yo provocamos un acercamiento mayor. Lentamente comenzamos a sentirnos más cálidos, hasta que bajo el influjo del alcohol los labios nos hicieron inseparables por un instante. Ese instante se prolongó, y decidimos jugar a conocernos con más detalle en otro sitio, en uno que sí nos permitiera tener control de la luminosidad. Abandonamos el lugar.
-¿A dónde vamos? –Pregunté pretendiendo ingenuidad.
-A un motel que está cerca de aquí –dijo mirándome directamente a los ojos, por si acaso detectara un soplo de duda.
-Está limpio y nunca cuestionan nada.
Vino un vacío en mi estómago.
-¿Podemos pasar a comprar algo antes? –comenté con una voz vacilante.
-Ok, -dijo él riéndose de nuevo.
Compré únicamente una botella de brandy –puesto que ya traía condones y lubricante en una bolsa de la chamarra-, y nos dirigimos al motel mientras nos tomábamos las manos dentro del auto. Tras el transcurrir de algunos minutos que de pronto se sintieron largos, no sé si como semanas o siglos, llegamos a una rampa que sólo tenía algunos focos de luz cálida y bajo voltaje, que continuaban a lo largo del pasillo que dejaba ver los cajones de estacionamiento de cada habitación. Una mujer nos hizo algunas señas a unos cuantos metros de distancia para indicarnos el cajón en el que debíamos parar el auto, y arribar así a lo que por esa noche sería nuestro refugio, lejos de los padres, de la sociedad, del rechazo y de los prejuicios de la gente. Al descender del vehículo y pagar por cuatro horas de intimidad, una puerta corrediza se cerró detrás nuestro, como si se tratase de un ojo que se obstruye para ceder el alma al sueño, aunque sea sólo hasta que el ritmo circadiano le provoque abrirse otra vez, para incorporarse al automatismo de la cotidianidad. Miré hacia el lado izquierdo del garaje, y noté que había una escalera que conducía a la puerta de la habitación; la subimos, y pasamos del suelo al Cielo, de una luz artificial a otra.
Ya dentro del cuarto, descubrimos que el Motel Cielo contaba con espejos en el techo y en tres de las paredes, dejando la cuarta para un mueble y una pantalla de tv. Sonreí al ver todo esto, mientras veía el frente y la espalda de RULFO casi de manera simultánea; nos dimos abrazo intenso, envolvente, pero antes de sentir toda su fuerza me separé para proponer que siguiéramos bebiendo un poco más. Me sudaban la frente, las manos, la entrepierna, y hasta el culo; realmente me apenaba presentarme de esa forma en la primera cita, así que destapé la botella, le pedí que me sirviera en uno de los vasos desechables que estaban a disposición de los huéspedes, y entré al baño. Quería darme una ducha, pero la visión de alguna otra pareja dejando sus fluidos corporales alrededor de la pequeña coladera de metal me hizo recular; además, me parecía que al hacerlo podría generar cierta desconfianza en mi nuevo compañero. Entonces, sólo limpié el sudor del rostro –y otras partes necesarias- con papel, lavé mis manos con uno de esos jabones pequeños que olía a rosas, y traté de tranquilizarme. Salí. Él estaba en calzones tirado sobre la cama king size, sobre ese fondo blanco, entre nubes, con los brazos cruzados bajo su cabeza y el vaso de licor sobre su abdomen desnudo. Yo, ante esto, sentí los vasos sanguíneos de mi cara dilatarse, mientras él señalaba hacia el vaso desechable con sus ojos y una leve pero pícara sonrisa. Lo admiré de pies a cabeza y descubrí que él era Narciso y Hermafrodito juntos, sabiendo que yo no tendría que esforzarme tanto para tenerlo como las náyades, y que tampoco sufriría un desprecio tal que me obligara a implorar a los dioses por su castigo. Con un calor intenso que súbitamente transformó mis impulsos eléctricos en mecánicos, empecé a despojarme de todo lo que pudiera interferir entre ambos cuerpos. Tomé el vaso de su tersa piel color bronce. Tomé todo de un trago. Percibí que la cabeza de tigre estampada sobre el frente de su ropa interior crecía, se estiraba. La bebida ya no importaba. El tigre descendió entre sus piernas y perdió su forma; yo recobré la mía: firme, dura. Olí su cabello mientras nos mirábamos en el espejo. Descubrí algo más de mí en esa imagen llena de vida, de luz, mientras veía su rostro y el mío, con gestos de goce, con temblores y movimientos rítmicos que lograban sacarnos varias gotas de sudor. Las sábanas nos rozaban entre gemidos suaves y una respiración profunda. Nos dejamos mezclar sin temor a caer sin red. Y caímos, descansamos, y resurgimos, y soñamos, hasta que el timbre de la habitación sonó. Él se dirigió hacia la puerta.
-¿Ya nos vamos? -preguntó. Yo dudé.
–Mejor sí –respondí con la tranquilidad que brindan varios orgasmos y media botella de brandy.
Nos vestimos y, aunque me encontraba absolutamente satisfecho, sentí el surgimiento de cierta sensación de arrepentimiento, de culpa; en ese momento no supe por qué, a pesar de que la imagen de mis padres viendo Ma vie en rose pasara fugazmente por mi cabeza. Salimos del Cielo, dejando atrás nuestras alas, y nos fuimos a cenar tacos a un lugar que cerraba ya entrada la madrugada. Hubo otro chubasco repentino y el frío recorrió mis huesos.
-¿Así que tu nombre es Uriel? –Pregunté
–Uriel Llamas –respondió.
Terminamos y me ofrecí llevarlo a su casa, pero él insistió en irse solo. Antes de marcharse, me tomó las manos y me dio un beso en los labios, al que yo no pude responder como lo hice en la habitación. Enfrente de nosotros estaban unos comensales ebrios, que comentaron algo al vernos y a quienes evité lo más pronto que pude yendo a pagar la cuenta a la caja. Al salir, vi a RULFO alejarse tan rápido que me hizo pensar que había recuperado sus alas, o que tal vez nunca las había perdido. Yo escuché pasos detrás de mí, y caminé apresuradamente para llegar hasta el auto. Subí, y por el espejo retrovisor noté que eran los hombres borrachos de la taquería; esperé unos segundos a que pasaran de largo mientras volteaban a verme y caminaban más lento. Entonces, arranqué el motor para salir de ahí y dirigirme hacia la casa de mis padres.
La mañana siguiente me sentí vigoroso, triunfante, tanto que incluso mi madre dijo “hace mucho que no te veía tan feliz”. Sólo sonreí y salí a correr por el parque, para luego dedicarme a leer. RULFO y yo seguimos conversando por internet esa noche, esa semana, y la semana después de esa. Nos veíamos por el monitor ya tarde, cuando los probables intrusos de ambos lados de la webcam finalmente se habían ido a dormir. Revivíamos aquella noche, veíamos al tigre, ese felino voraz que parecía emerger de la boca de un pez gordo y rojizo en medio del mar del deseo. Dormíamos de madrugada, hasta que colmábamos todo con las imágenes mentales hilvanadas a través las virtuales, que nos hacían olernos, susurrarnos al oído, sentirnos. Ya no pudimos esperar más. Acordamos volver a vernos. Llegó ese segundo sábado de encuentro, y decidí usar un pantalón blanco ajustado y una camisa rosa abierta hasta el pecho. –Después de todo es verano- pensé. La escena para salir de la casa de mis padres por un costado de la sala se repitió, y en esta ocasión veían La cage aux folles, riendo sin parar. Noté que voltearon a verme de reojo pero ninguno dijo nada. Yo tampoco.
Con RULFO, ya no era necesario el encuentro público, aunque aun así decidimos tomar unas cervezas antes de ir al Cielo. En esta ocasión fuimos a un barrio del sur de la ciudad que era tolerante a la diversidad de todo tipo; nos quedamos de ver en medio de la plaza, cerca de la fuente de los coyotes. Llegó con una apariencia distinta a la de la primera vez; ya tampoco vestía oscuro, sino algo que evocaba un grato amanecer, con distintas tonalidades de azul y una bufanda ligera multicolor que le hacía lucir más interesante, airoso y casual a la vez. Me sonrió. Me acerqué. Nos abrazamos por más tiempo del que se toman los familiares que no se han visto en años, y más cerca que los amigos que se topan tras haber ingerido varios tragos de alcohol. Sentimos nuestra ansia, nuestro deseo por quedarnos así un rato más, como si las ropas fueran a quemarse ante el fuego interno. Nos separamos poco a poco, sin importarnos que algún transeúnte notara el bulto excesivo que había surgido a causa de nuestro acercamiento. Caminamos tomados de la mano, retando a cualquiera que siquiera se atreviera a levantarnos la mirada. Los dos éramos –y nos sentíamos- grandes, robustos, llenos de virilidad. Esta vez yo sugerí el lugar, que se encontraba a unos pasos de la fuente; se trataba de un bar que había frecuentado desde que cumplí dieciocho, llamado El hijo de la corneja. Entramos, y nos sentamos en una mesa entre muchas otras cuidadosamente dispuestas para albergar una población mayor a la capacidad evidente. Así, casi encima de los otros, nos sentimos acogidos y comenzamos la plática. Le comenté sobre la literatura que estaba leyendo en esos días: Lawrence, Hartley, Pacheco, Novo… Me dijo que le parecía haber escuchado el nombre de alguno de ellos en el noticiero. Sonreí algo apenado.
-¿Por qué tu nick es RULFO? –dije pensando escuchar algo muy interesante.
-Por “Uriel Llamas Fuentes-Otero”.
Volví a reír, pero ahora de mí.
- ¿Y la “R”?
- Es que mi mamá se llamaba Remedios, y siempre está antes que yo.
No supe qué decir; él siguió hablando sobre su madre pero ya no escuchaba lo que decía, sólo oía su voz a lo lejos. “Antes que yo”, pensé, tratando de entender lo que podía esconderse tras esa frase, especialmente cuando ella había muerto varios años atrás. De pronto supe que mis temas de conversación estaban siendo truncados, o más bien, agotados. Me sentí incómodo al darme cuenta de que yo no compartía ese interés por su progenitora -a la que parecía tener en un altar imaginario con todo y veladoras- y al ver que él no sabía nada de literatura. En eso sonó su teléfono; lo sacó del bolsillo de su gabardina, vio la pantalla, y oprimió un ícono para rechazar la llamada.
-Si quieres contesta; no tengo inconveniente –dije para tratar de evadir el tema que le aquejaba y no quería soltar.
- Ah no te preocupes, sólo era mi mejor amiga, Ofelia –comentó al sonrojarse de manera evidente.
Traté de cambiar el ánimo de la velada rozando su pierna por debajo de la mesa. Me sentí más cómodo. Él respondió y levantó su cerveza para decir “salud” y dar un sorbo. Nuestras voces callaron, aunque afortunadamente había demasiado ruido alrededor como para generar un silencio vacío, seco, como esos que en ocasiones sentía cuando trataba decirles a mis padres que yo había nacido así, que no era culpa de nadie, y que tampoco era el fin del mundo. Salimos para para dirigirnos hacia el Cielo y repetir el juego de vernos en los espejos.
Al transcurrir de los días, continuamos saliendo y me mostró varios lugares más; conocí el ambiente gay de la ciudad y me gustó. También conocí su hogar –o más bien el lugar donde vivía- al menos por fuera; no me invitó a pasar ya que ahí sospechaban lo que de manera ignorante llamaban su preferencia, y además porque ya había tenido problemas por llevar a un amigo. No insistí en entrar, pues tampoco quería ser un personaje más en los dramas impuestos por normas sociales que yo no había inventado -dramas de los que sería parte unos años después en mi propio seno familiar, donde los padres de izquierda mostrarían cierta comprensión hacia la homosexualidad hasta que descubrieran que a su hijo, en quien depositaban una o más de sus aspiraciones fallidas de triunfo, le gustaba la verga-.
A pesar de eso, del rechazo casi inminente de las dos familias, el sexo era cada vez más frecuente, más intenso, hasta que después de siete meses la trivialidad se apropió de nuestros instintos básicos, dominándolos por completo. Nuestras salidas se tornaron repetitivas, casi tanto como nuestras conversaciones. Cuando lo llevaba a su casa me pedía dar una vuelta y luego dejarlo en la esquina, para que nadie en su colonia asumiera que teníamos algo. Me empecé a aburrir, más de mí que de él. Yo pensaba que nuestras diferencias no eran importantes, y seguimos corriendo hasta que ellas fueron más veloces que nosotros. Todo fue muy rápido y, así como empezamos, terminamos. No es que uno fuera mejor y el otro peor; simplemente éramos diferentes, tal vez demasiado para prolongar el destino. Dejamos de vernos; ya ni lo físico ni lo virtual parecía despertar al tigre, ese tigre que regresó a la boca del pez en medio de un sueño. Después de tratar de procesar lo ocurrido, decidí dejar pasar algunas semanas, en las que me convertí en un célibe autista. Ya no entré al chat, no intenté conocer a nadie por otros medios, y empecé a pensar nuevamente en RULFO. Tras recuperar lentamente la habilidad de comunicación, sentí una necesidad implacable por encontrarlo de nuevo, por tocar su boca con la mía, por sentir su cálida envoltura, y por experimentar nuevamente todo aquello que evocaba en su ausencia. Le mandé un whats, pero no obtuve respuesta. Me conecté nuevamente al chat, pero su nick aparecía en letras de un bajo tono gris. Le envié un correo, y al pasar de una semana todavía no daba señales de vida. Como último recurso, una tarde que estaba recostado sobre mi cama marqué a su teléfono celular. Contestó una voz femenina.
-Perdón –dije con la voz entrecortada, -creo que me equivoqué de número.
-¿A quién buscabas? –Replicó con un tono apresurado, insistente, casi dando una orden.
-A Uriel –respondí tímidamente.
-¡Lo siento!, él murió hace casi tres semanas, y yo conservo este número sólo para avisar a las personas que lo conocieron que ya no está con nosotros; te habría llamado para su funeral, pero aquí sólo te tenía como Bassanio1600.
Sentí un calor incómodo recorrer todo mi cuerpo. Colgué.
Me quedé en silencio durante varios minutos, tratando de reconstruir lo que había escuchado. Luego los ojos desbordaron lágrimas hasta que me quedé dormido. Desperté no sé después de cuantas horas, y repasé lo ocurrido. Primero supuse que no había escuchado bien, que era una mala broma, que alguien había robado su teléfono, que tal vez lo había soñado. Después, comencé a imaginar cómo es que podría haber muerto. Recorrí todas las alternativas posibles para mí; pensé en un accidente en el microbús que tomaba todos los días para ir a su trabajo, en un choque al usar el automóvil de su padre que le habría causado salir volando por el parabrisas, en un asalto de alguna calle estrecha y con poca luz, en una balacera incontrolable de algún lugar nocturno, en un infarto repentino. Lloré de nuevo. Pasaron los días, y el dolor fue transformándose en rabia. Tenía que averiguar qué había pasado; la duda me carcomía las entrañas. Así, después de siete días supe que debía hacer esa llamada. Marqué decididamente, y la voz sonó. Expliqué que había sido un buen amigo de él por algún tiempo, aunque no tuve manera de conocer a sus seres queridos. Ella me dijo que si era tan importante para mí, podíamos vernos en algún café para platicar, “pues yo también necesito hablar” –sollozó-. Acordamos encontrarnos en un lugar al oriente de la ciudad. Llegó en un taxi, con un brazo enyesado y una venda cubriendo parte de su frente. La acompañaba una tía, quien accedió a esperarla mientras charlábamos.
No querían que viniera –dijo con voz temblorosa, -pero necesitaba salir de ese encierro –terminó con un tono determinante.
Me presenté con mi nombre; primero hablamos del tráfico y de los problemas cotidianos. Hubo un silencio. Cuando iba a contar nuestra historia, ella me interrumpió.
-Disculpa, pero realmente lo extraño –entonó con lágrimas.
Hizo una pausa.
-Íbamos a casarnos el año entrante, y ahora todo eso se acabó; a veces creo que debí haber muerto como él, pero yo llevaba el cinturón de seguridad puesto.
Rompió en llanto; yo me quedé callado. Luego, traté de consolarla –y tal vez de consolarme- diciendo que los eventos estaban más allá de nuestra comprensión. Entonces, ella preguntó por qué estaba en su lista de contactos como Bassanio1600. Yo le dije que era un estúpido fanático de Shakespeare, y que había nacido no en 1600, sino apenas hacía unos meses. Me disculpé, y salí de ahí tan pronto como pude. Nunca la volví a ver.

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